LUMINOSO
MONTE OSCURO.
Reseña
de “Monte Oscuro. Album de familia”, Ramón Acín
Zaragoza:
Los Libros del Gato Negro, 2016, 131 páginas
Al
ver el título, recordé mis excursiones por Monte Oscuro, un
altozano en plenos Monegros desde donde se divisan kilómetros y
kilómetros cuadrados de estepa, pero también un espacio simbólico
de la Guerra Civil en Aragón, un “lugar de la memoria”. Es,
desde luego, un monte mucho menos literario que el Moncayo de los
hermanos Gustavo y Valeriano Bécquer. Después de leer este libro de
Ramón Acín, sé que Monte Oscuro encierra muchas más cosas, con
pasajes desasosegantes que te remueven por dentro y te ahogan, como
cuando escribe sobre la muerte o sobre la vida entre fantasmas, o
cuando se diseccionan las envidias entrecruzadas de quienes disfrutan
más con el fastidio del prójimo que con la obtención de beneficio
propio.
Las
sombras de la familia, como reza el subtítulo del libro, se
proyectan en múltiples direcciones, como anclaje de jerarquización
y de sociabilidad. La familia son relaciones de poder, amas de
llaves, institutrices severas, farsantes que ocultan su vida
anterior, tensión entre los hermanos que seguían pegados a la falda
de Monte Oscuro y otro vástago, supuesto hombre de mundo, que había
emigrado a Madrid y trabajaba en el Banco de España (no se sabía de
qué, pero “en el Banco España”), son partidas de póquer donde
se juegan hasta el destino de la hija, son orgullos que provocan
soledad y calumnias que cercenan tus esfuerzos, son rumores y
habladurías. A veces la familia, como indica el autor, se convierte
en “un volcán sin cráter, en una cueva sin salida, en un bosque
sin migas de pan”. Desde otro punto de vista, la familia y la casa
representan la tradición, la costumbre invulnerable, las inercias
arrastradas durante siglos que, sin embargo, se vienen abajo de un
plumazo cuando los sobrinos vienen a jugar con los viejos cachivaches
arrumbados en la falsa.
Por
“Monte Oscuro” ronda la microhistoria como método de análisis,
no tanto como el ámbito pequeño de la historia. Acín la utiliza
habilmente como herramienta para apostar de firme por el individuo,
por sus sentimientos, sus interpretaciones y sus criterios de
actuación. Las personas de carne y hueso pasan al primer plano
porque las grandes estructuras condicionan pero no determinan al ser
humano, sino que este también las asimila y las puede hacer cambiar.
Y, con un tono más melancólico que nostálgico, se intenta captar
la complejidad de la experiencia humana a través de la narración y
la fluidez literaria.
El
olvido no es ninguna siniestra perversión. Hay un derecho al olvido.
Pero en el libro hay memoria y, sobre todo, historia, no mezcladas
por cierto en la contradictoria acepción de “memoria histórica”,
un oxímoron en toda regla. Por el libro aparecen carlistas que
provocan la pérdida del ojo del abuelo, aunque, a pesar de ello,
hubiese que aguantar las diatribas de ese abuelo y su inquebrantable
fe en la milicia. Comparecen tanto monjas de clausura como curas
preconciliares, para los cuales no había existido el Vaticano II, y
consideraban inamovible lo definido en Trento. Su ritual recalaba en
el Medievo, aunque estuviésemos en la segunda mitad del siglo XX:
amenazaban con el fuego eterno y a muchos ya solo les provocaba
hilaridad… Asoma algún contrabandista que sabe colarse por las
rendijas del Pirineo, que tiene sagacidad y escapa a todos los
obstáculos, salvo a la propia naturaleza, como podrá descubrir el
lector si se adentra en estas páginas.
De
vuelta a la familia, dos hermanos hacen la guerra en bandos distintos
y ambos mueren. Ninguno por heridas de arma de fuego, sino
consecuencia de tuberculosis, uno, y, el otro, de anemia en un campo
de concentración. Claro que también hay fusilados en la tapia del
cementerio, a quienes, ya cadáveres, el cierzo les arrastra las
boinas por el suelo. Tampoco faltan párrafos donde se relata la
camaleónica capacidad de adaptación de algunos “demócratas de
toda la vida”, dicho con la máxima ironía.
En
“Monte Oscuro” fluye la escritura de modo natural, con una
pulcritud extrema, con frases que te obligan a rumiarlas, a
masticarlas y a pensarlas, como cuando expresa que “nadie miente
cuando ha de mirarse por última vez en el espejo de la vida”, o
cuando concluye un epígrafe con la contundente máxima de “cuánto
fundamenta un equívoco”. El relato, sólido y sugerente, se
construye sobre pasajes breves, cuidadosos hasta el mimo en la
narrativa, pero sin perder la perspectiva de conjunto. Ramón Acín,
no muy partidario de los compartimentos estancos en literatura, se
mueve con destreza en los márgenes fronterizos entre etiquetas
genéricas. De hecho, cabe entender “Monte Oscuro” como libro de
micro relatos, pero también como novela que mantiene al lector
“pro-activo”, gustoso de atar cabos y de vincular episodios, pues
sucesos sin aparente conexión están, en realidad, enhebrados,
incluso por medio de los títulos que encabezan cada cuento del
libro. No se trata de que el lector sea avezado o “sepa” leer
entre líneas, no, pero la delectación puede ser mayor si se captan
los nexos y si el lector despliega actividad propia…
De
Ramón Acín, oscense de Piedrafita de Jaca, cabe subrayar, además
de la calidad literaria, su contrastada generosidad: dos bibliotecas
en Aragón llevan su nombre, como consecuencia de la cesión de
cientos o miles de libros suyos, puestos a disposición pública de
pequeños pueblos, a veces en lugares remotos. Generosidad extensible
a su entrega, durante más de treinta años, desde 1985, al programa
de invitación a la lectura. Es lo más parecido a las Misiones
Pedagógicas de la República, ese programa de solidaridad cultural
patrocinado y liderado por Bartolomé Cossío, que llevaba a los
pueblos cultura y diversión. Frente a lo que había sucedido durante
décadas, no iban a pedir nada, sino a enseñar algo y a divertir. Se
podrá argumentar que las “misiones pedagógicas” son hoy menos
necesarias que hace 80 años. No lo tengo tan claro. Entonces se
decía “que vienen los rojos” y hoy sigue aireándose el
espantajo del comunismo para atemorizar.
“Monte
Oscuro” tiene un profundo carácter evocador, sirve para engrasar
las memorias, porque cada uno de nosotros tiene una, veinte historias
familiares de nuestros padres, de nuestros abuelos, de gente que se
quedó en el camino, varados en esas fotografías color sepia. Acín
logra darle vuelo al lector y lo invita a pensar más allá del
libro. La buena literatura persigue ese fin.
Alberto
Sabio Alcutén
Profesor
de Historia Contemporánea
Universidad
de Zaragoza