domingo, 9 de abril de 2017

MONTE OSCURO, reseña de Alberto Sabio en Revista TURIA

LUMINOSO MONTE OSCURO.
Reseña de “Monte Oscuro. Album de familia”, Ramón Acín
Zaragoza: Los Libros del Gato Negro, 2016, 131 páginas
Al ver el título, recordé mis excursiones por Monte Oscuro, un altozano en plenos Monegros desde donde se divisan kilómetros y kilómetros cuadrados de estepa, pero también un espacio simbólico de la Guerra Civil en Aragón, un “lugar de la memoria”. Es, desde luego, un monte mucho menos literario que el Moncayo de los hermanos Gustavo y Valeriano Bécquer. Después de leer este libro de Ramón Acín, sé que Monte Oscuro encierra muchas más cosas, con pasajes desasosegantes que te remueven por dentro y te ahogan, como cuando escribe sobre la muerte o sobre la vida entre fantasmas, o cuando se diseccionan las envidias entrecruzadas de quienes disfrutan más con el fastidio del prójimo que con la obtención de beneficio propio.
Las sombras de la familia, como reza el subtítulo del libro, se proyectan en múltiples direcciones, como anclaje de jerarquización y de sociabilidad. La familia son relaciones de poder, amas de llaves, institutrices severas, farsantes que ocultan su vida anterior, tensión entre los hermanos que seguían pegados a la falda de Monte Oscuro y otro vástago, supuesto hombre de mundo, que había emigrado a Madrid y trabajaba en el Banco de España (no se sabía de qué, pero “en el Banco España”), son partidas de póquer donde se juegan hasta el destino de la hija, son orgullos que provocan soledad y calumnias que cercenan tus esfuerzos, son rumores y habladurías. A veces la familia, como indica el autor, se convierte en “un volcán sin cráter, en una cueva sin salida, en un bosque sin migas de pan”. Desde otro punto de vista, la familia y la casa representan la tradición, la costumbre invulnerable, las inercias arrastradas durante siglos que, sin embargo, se vienen abajo de un plumazo cuando los sobrinos vienen a jugar con los viejos cachivaches arrumbados en la falsa.
Por “Monte Oscuro” ronda la microhistoria como método de análisis, no tanto como el ámbito pequeño de la historia. Acín la utiliza habilmente como herramienta para apostar de firme por el individuo, por sus sentimientos, sus interpretaciones y sus criterios de actuación. Las personas de carne y hueso pasan al primer plano porque las grandes estructuras condicionan pero no determinan al ser humano, sino que este también las asimila y las puede hacer cambiar. Y, con un tono más melancólico que nostálgico, se intenta captar la complejidad de la experiencia humana a través de la narración y la fluidez literaria.
El olvido no es ninguna siniestra perversión. Hay un derecho al olvido. Pero en el libro hay memoria y, sobre todo, historia, no mezcladas por cierto en la contradictoria acepción de “memoria histórica”, un oxímoron en toda regla. Por el libro aparecen carlistas que provocan la pérdida del ojo del abuelo, aunque, a pesar de ello, hubiese que aguantar las diatribas de ese abuelo y su inquebrantable fe en la milicia. Comparecen tanto monjas de clausura como curas preconciliares, para los cuales no había existido el Vaticano II, y consideraban inamovible lo definido en Trento. Su ritual recalaba en el Medievo, aunque estuviésemos en la segunda mitad del siglo XX: amenazaban con el fuego eterno y a muchos ya solo les provocaba hilaridad… Asoma algún contrabandista que sabe colarse por las rendijas del Pirineo, que tiene sagacidad y escapa a todos los obstáculos, salvo a la propia naturaleza, como podrá descubrir el lector si se adentra en estas páginas.
De vuelta a la familia, dos hermanos hacen la guerra en bandos distintos y ambos mueren. Ninguno por heridas de arma de fuego, sino consecuencia de tuberculosis, uno, y, el otro, de anemia en un campo de concentración. Claro que también hay fusilados en la tapia del cementerio, a quienes, ya cadáveres, el cierzo les arrastra las boinas por el suelo. Tampoco faltan párrafos donde se relata la camaleónica capacidad de adaptación de algunos “demócratas de toda la vida”, dicho con la máxima ironía.
En “Monte Oscuro” fluye la escritura de modo natural, con una pulcritud extrema, con frases que te obligan a rumiarlas, a masticarlas y a pensarlas, como cuando expresa que “nadie miente cuando ha de mirarse por última vez en el espejo de la vida”, o cuando concluye un epígrafe con la contundente máxima de “cuánto fundamenta un equívoco”. El relato, sólido y sugerente, se construye sobre pasajes breves, cuidadosos hasta el mimo en la narrativa, pero sin perder la perspectiva de conjunto. Ramón Acín, no muy partidario de los compartimentos estancos en literatura, se mueve con destreza en los márgenes fronterizos entre etiquetas genéricas. De hecho, cabe entender “Monte Oscuro” como libro de micro relatos, pero también como novela que mantiene al lector “pro-activo”, gustoso de atar cabos y de vincular episodios, pues sucesos sin aparente conexión están, en realidad, enhebrados, incluso por medio de los títulos que encabezan cada cuento del libro. No se trata de que el lector sea avezado o “sepa” leer entre líneas, no, pero la delectación puede ser mayor si se captan los nexos y si el lector despliega actividad propia…
De Ramón Acín, oscense de Piedrafita de Jaca, cabe subrayar, además de la calidad literaria, su contrastada generosidad: dos bibliotecas en Aragón llevan su nombre, como consecuencia de la cesión de cientos o miles de libros suyos, puestos a disposición pública de pequeños pueblos, a veces en lugares remotos. Generosidad extensible a su entrega, durante más de treinta años, desde 1985, al programa de invitación a la lectura. Es lo más parecido a las Misiones Pedagógicas de la República, ese programa de solidaridad cultural patrocinado y liderado por Bartolomé Cossío, que llevaba a los pueblos cultura y diversión. Frente a lo que había sucedido durante décadas, no iban a pedir nada, sino a enseñar algo y a divertir. Se podrá argumentar que las “misiones pedagógicas” son hoy menos necesarias que hace 80 años. No lo tengo tan claro. Entonces se decía “que vienen los rojos” y hoy sigue aireándose el espantajo del comunismo para atemorizar.
Monte Oscuro” tiene un profundo carácter evocador, sirve para engrasar las memorias, porque cada uno de nosotros tiene una, veinte historias familiares de nuestros padres, de nuestros abuelos, de gente que se quedó en el camino, varados en esas fotografías color sepia. Acín logra darle vuelo al lector y lo invita a pensar más allá del libro. La buena literatura persigue ese fin.
Alberto Sabio Alcutén
Profesor de Historia Contemporánea
Universidad de Zaragoza