Caspe Literario. “Siempre Quedará París” De Ramón Acín.
(en El Agitador. Publicación bajoaragonesa de agitación y Propaganda)
por Alberto Serrano Dolader.
Va para diez años, el 8 de
noviembre de 2005, el catedrático de literatura Ramón Acín presentó en Zaragoza
su novela “Siempre quedará París”, retrato literario de las peripecias humanas
que vivieron los maquis en su lucha antifranquista por tierras de Aragón. El
autor declaró a la prensa: “Para este libro ha sido determinante el hecho de
que conociera a Ángel Fernández en Toulouse. Él era quien conducía el coche de
quienes iban a atentar contra Franco en Caspe, un atentado que se suspendió
cuando se enteraron de que en el tren iban muchos civiles”. El volumen
prometía. Adquirí el libro (doscientas páginas del sello sevillano Algaida) y
no me defraudó. Me vuelve a agradar ahora, cuando lo releo.
Ciertamente, el episodio (“el intento más serio de matar al Generalísimo en las
cercanías de Caspe” p. 138) solo aparece de refilón y mediado ya el texto.
Pero la obra, que no se plantea como lección de historia sino como creación
literaria, perfila atinadamente la idiosincrasia de quienes protagonizaron
aquel movimiento guerrillero. Aunque la sombra de los preparativos del atentado
se intuye como fondo en algunas páginas, el párrafo más directo y casi único se
inserta en el momento en que una cuadrilla que se movía por el Sobrarbe y los
somontanos se dirige hacia el sur: “Habían recibido la orden de estar
atentos a lo que pudiera ocurrir en las proximidades del Ebro, entre Sástago y
Caspe, donde estaba prevista una acción que, según les fue comunicada en clave
desde Francia, perseguía los máximos objetivos. ‘Una acción definitiva contra
FFS’, decía el mensaje”, o sea: “Franco, Falange y Secuaces” (p.
129).
Autor de numerosos artículos sobre literatura y de varios libros de
narrativa, dinamizador de programas de promoción a la lectura, jurado del
Premio Nacional de Poesía y Ensayo… Ramón Acín ha visitado Caspe en no pocas
ocasiones, ya sea para participar en ferias del libro y firmar ejemplares
(1996), para integrar tribunales encargados de fallar certámenes literarios
(1999), o presentar a autores de prestigio en charlas públicas (por ejemplo, en
2013 Manuel Vicent).
El protagonista que hace las veces de hilo conductor de “Siempre quedará
París” es Villacampa, un ex oficial del ejército de la República, exiliado
en Francia (donde luchó en la Resistencia) que a mediados de los cuarenta entra
por el valle de Arán al mando de una partida dispuesta a combatir la dictadura
en tierras aragonesas. El dibujo biográfico del personaje de la novela tiene
mucho que ver con el guerrillero sobrarbense Joaquín Arasanz Raso (1917-1995),
que respondió al mismo alias.
Estratega y hombre de acción con nervios templados, el Villacampa del relato ha
llevado una vida que ha sido “un auténtico mantenerse en pie, en combate
permanente. A la búsqueda de una inasible victoria” (p. 19). Fiel a
sus camaradas y a su ideal “jamás se ha separado de la pistola, una
miniatura casi femenina, arrebatada al cadáver de un teniente alemán después de
la batalla de La Magdeleine” (p 36).
En la segunda parte de la novela
juega un papel destacado Luisa, una maestra de la última promoción de la
República que ejerció en Caspe, donde permaneció “hasta que se produjo la
evacuación de la ciudad ante la avalancha fascista, mediado el invierno del 38” (p.160).
Se enamoró de Joseph Pons i Cerdanyola (“tenso, fuerte, atento y vigilante como
buen defensor de la República”, p. 161), quien también fue maestro, en
Barcelona, antes de que la guerra lo convirtiese en oficial de la 9º Brigada
Mixta (“Él era de los que se entregaban de verdad. Sabía sacrificarse”, p.
186). No sé yo si la Luisa literaria deberá algo a la real Palmira Plá, una
cretense que impartió docencia en el Caspe de aquellos años. Víctor Juan
estudió a fondo a Palmira y noveló su romance con el combatiente republicano
Paco Ponzán (“Por escribir sus nombres”, 2007).
El caso es que en la obra de Ramón Acín, Luisa y Joseph se verán por última
vez, muy enamorados, en marzo de 1938, en Bot. El conflicto bélico les impide
reencontrarse. Tras la victoria de Franco, ella convierte la búsqueda de su
amado “en el guión de su vida” (p. 167). En 1960 – todavía no sabe si
él está vivo o muerto- la maestra ve pasar los días en una pardina del Pirineo:
“Luisa
suele mirar primero y, a continuación, sonreír. Lo hace siempre. Es su habitual
forma de dar la bienvenida.
(…) ‘Una loca’,
tiende a pensar todo el mundo cuando se topa con ella. A la perplejidad y al
recelo que inyecta su andar desgarbado se superponen los gestos sin control de
su rostro o los tembleques de su cuerpo. Y, a veces, también un avizorar
desabrido que, después de su sonrisa, cuando se le manifiesta, atrae como un
imán hasta hundir un océano de incertidumbres a quien la saluda. Sin
embargo, la apariencia nunca es la realidad” (p. 147).
Cuando, en 1961, Luisa se entere de que Joseph murió en 1950 cerca de Valencia,
al intentar enlazar con el Grupo Guerrillero de Levante, sabrá también que en
la postguerra su enamorado se convirtió en “pieza clave de los servicios
de inteligencia” de quienes se enfrentaban al nuevo régimen: “Borraba
huellas como nadie. Adquirió identidades insospechadas y estuvo donde nadie
podía imaginarlo” (p. 186).
No quiero que se me olvide Mauricio el Fusilao, secundario de la novela que en
el relato literario también era de Caspe:
“Cuando
los fascistas ocuparon su pueblo, los ardores republicanos que profesaba le
llevaron sin preámbulo alguno al pelotón de fusilamiento. Un anochecer de
agosto, en del 36, junto a otros represaliados, en un barranco de las afueras
le aplicaron el más expedito concepto del juicio sumarísimo. El que empieza por
el final: la muerte. Entre el amasijo de cuerpos abatidos, la suerte le salió
al encuentro en dos ocasiones. La primera, tal vez, el tirador tocado en suerte
fuera inexperto o tal vez errase a propósito. La segunda, el oficial que daba
el tiro de gracia ahorró balas, descerrajando únicamente a los que se
lamentaban de no haber muerto en el acto. Sigiloso, se escurrió por el barranco
y ganó las líneas republicanas…” (168).
Este pasaje está inspirado en lo que le ocurrió al maellano Mariano Mustieles
García, con quien no pudo acabar ni el pelotón de fusilamiento, ni el oficial
encargado de pegarle el tiro de gracia… pero ni aún así se libró de la prisión.
Quien quiera conocer su sorprendente historia que acuda al documentado trabajo
que José Luis Ledesma publicó en el volumen colectivo “Los años de los que
no te hablé II” (Los libros del Agitador, 2013).
Alberto Serrano Dolader