lunes, 11 de mayo de 2020

UN ANDAR QUE NO CESA por J. Ruiz

Impresiones viajeras


Viajar es trasladarse. Pero viajar no significa siempre desplazarse. Eso lo saben todos los grandes lectores. El viaje empieza también en una biblioteca, en una librería o en la estantería del salón de una casa. Los libros, como los viajes, son una experiencia que nos conecta con todo. Encontramos en su seno esa suerte de acudir a sus páginas, a los atlas, a los textos que, de cerca o de lejos, contribuyen al planteamiento, a la realización y a la singularidad de elegir un destino. Todos los rincones de una buena biblioteca ofrecen la posibilidad de conducirnos a un sitio predilecto o a un lugar insólito, a una aventura. Toda lectura actúa como rito iniciático. Por eso, todo libro de viajes vela y desvela una reminiscencia.

Uno mismo, nos dice Michel Onfray, es el gran asunto del viaje. Y hemos de dar crédito a esa afirmación y tenerla muy en cuenta puesto que cualquier trayecto viajero coincide siempre, en secreto, con búsquedas iniciáticas que ponen en juego la propia identidad. El viaje supone una experimentación sobre uno mismo. A su vez, viajar es un desafío que conduce inexorablemente hacia la propia subjetividad. En cada periplo, al igual que en cada lectura, uno acaba siempre por encontrarse frente a sí mismo. Tanto viajar, como leer, son siempre un trayecto, y no es casual que los libros tengan esa forma de maleta que hablaba el escritor ruso Dovlátov.

Julio Llamazares en el prólogo de Un andar que no cesa (Fórcola2020), el nuevo libro del escritor y crítico literario Ramón Acín (Piedrafita de Jaca, Huesca, 1952) comparte esa manera de entender el sentido de viajar y su correlación con la lectura ciñiéndose a las palabras que el propio autor expresa en sus notas de viaje: “viajar es ante todo encontrar y encontrarse, informarse, cartografíar, absorber, meditar, comprender y contar”. Añade Llamazares que Acín, como gran viajero “que lee y viaja a la vez”, también ha hecho de los libros su principal baluarte, instrumento y guía de conocimiento del mundo.

En Un andar que no cesa se edifica un tránsito viajero, una autobiografía, desde el cimiento de contar la experiencia de un escritor que reúne un conjunto de textos para conformar un relato propio en el que se impone el sentido de reflejar un crónica donde verter los asombros encontrados por los lugares visitados en sus diferentes expediciones viajeras. La vida del viajero, se deduce del texto, consiste precisamente en ese paso del tiempo experimentado, en el cambio, en la alteración que provoca todo trayecto. Lo que hay en este libro no es solo una historia personal, sino, además, un reflejo del significado de lo que decía Paul Theroux y que dentro del mismo se cita: “El viaje sólo tiene glamour cuando se lo mira con retrospectiva”.

En esa retrospectiva se hace notar la mayoría de los destinos que transcurren por el libro, cada uno con su tono pasional y revelador. Todos ellos, con inusitado interés e impacto personal, quedan descritos en un extenso vagar por Sicilia, Egipto, Bélgica o Normandía. También aparecen otros emplazamientos vívidos del interior de España, marcados por la Guerra Civil, así como un relato paisajístico y minucioso de la obra artística de Goya por Aragón. En otro capítulo, el autor toca la memoria y huellas de los libros para fijar su mirada en el paisaje y sus mil caras. Pero en todo su periplo, lo que trasciende de la lectura es, sobre todo, un sentir explícito que el autor esclarece por medio de una de sus frases más felices: “Si la vida es viajar, los viajes son su aliento”.

Para Ramón Acín, viajar es dialogar con uno mismo ante espacios, gente, lugares y la propia historia. Este es un libro que se deja leer gratamente porque contiene esa salsa picante que tanto gusta al lector curioso de redescubrir ciudades, detalles históricos y, al propio tiempo, perspectivas particulares, a través de la mirada e impresiones de alguien propenso al asombro. Es la voz del viajero quien propone andar con los ojos bien abiertos, y lo hace con las palabras justas y necesarias para acompañarlo en sus hallazgos por los distintos emplazamientos y recorridos que aquí se hacen notar.

La literatura siempre es una cuestión de punto de vista. Por eso todos los libros tienen su peripecia y su historia que contar. Pero la de este, además, no deja de ser especial y recóndita. Aquí sobresale la crónica sentimental y, también, la conciencia histórica para constatar que el pasado tiene voz y significados. El autor del libro recuerda ese aspecto en sus andanzas como viajero para rastrear el pasado y prestar atención a las historias de los viejos habitantes de cada lugar, además de disfrutar del encanto de lo que se conserva y permanece en el mismo.


Un andar que no cesa recoge ese cómputo de significados y ese espíritu de discernir lo que todo viaje, como la vida, propone: enfrentarse a lo desconocido, conocerlo y comprenderlo a la vez que ensanchar la experiencia personal de quien lo acomete. Ramón Acín firma un cuaderno de viajes fecundo y perspicaz, con el propósito de contarnos una travesía personal emotiva por los paisajes y el tiempo, un libro hecho de nombres, impresiones, vislumbres y memoria. Y nos viene bien, más aún, en un momento como este en el que evadirnos es justo lo que más necesitamos.

UN ANDAR QUE NO CESA, por Ricardo Llodosa

Ramón Acín Fanlo, caminar con los pies y la imaginación

Ricardo Llodosa.*

En el bello prólogo que antecede a ‘Un andar que no cesa’, Julio Llamazares afirma que viajar a través de los libros nos procura las mismas o parecidas emociones que el viaje de verdad, pero sin las inconveniencias de éste. “Viajar es ante todo encontrar y encontrarse” –afirma el escritor leonés-. Y esa es, precisamente, la sensación que nos queda tras leer la última obra de Ramón Acín. Yo, que he tenido el placer de conocerlo, encuentro en el libro la misma placidez, la misma hospitalidad que experimento al hablar con el autor. No me cuesta nada convertirme en el protagonista del relato, cual si de novela se tratara, y caminar con él por Sicilia, El Véneto, Bélgica, Egipto, Normandía y Aragón sin las molestias del camino.
El andar de Acín es detallista, como demuestra desde el primero de sus recorridos por cada rincón de Sicilia, acompañado de los libros de autores locales como Federico da Roberto, Giovanni Verga o Elio Vittorini, con cuyas páginas se identifica “cuando siente la embriaguez del comienzo de ese viaje a lo desconocido, cuando se conmociona ante lo observado durante el viaje o por la melancolía ante su fin”.

En El Véneto, contempla el lago de Garda desde Sirmione cuando se ha levantado la neblina y pasan los transbordadores, con las moles nevadas de los Alpes en la lejanía, y con el verdor de las viñas que escalan las laderas de los montes. Más tarde vendrán Verona, Vicenza; Padua, en cuya capilla Scrovegni puede admirar la Vida de Jesús de Giotto. Hasta llegar a la inefable Venecia, la Venecia de las mil caras, donde se acuerda del ‘Otelo’ de Shakespeare; del Casanova cinematográfico de Lars Von Trier o de ‘Muerte en Venecia’ de Visconti. Todo en las páginas de este capítulo es un festival de los sentidos.Frente a la pax veneciana, la inseguridad se adueña del viajero al llegar a otra cultura que le transmite una sensación de temor al penetrar en África a través de Egipto. Al orientalismo hedonista del pasado, se contrapone la realidad actual de la miseria o el terrorismo islamista, que inquieta a quienes viajan a la orilla del Nilo. Pero la inquietud apenas dura, pues Acín se adentra en El Cairo, ciudad de veinte millones de almas, y olvida todos sus prejuicios.
A continuación, comienza la segunda parte de la obra, donde se da cuenta de periplos en busca de escenarios bélicos: esos lugares hoy vacíos que, en sus silencios, conservan los ecos de la tragedia, siendo el primero el camino entre Santa Elena y el puerto de Monrepós en la provincia de Huesca. Mientras recorre el camino, Ramón Acín va recordando en medio del silencio a los protagonistas de la Guerra Civil Española, también los luctuosos hechos ligados a tantos lugares que ya no existen. Es un proceso de reconstruir a través de la memoria y un trabajo minucioso de documentación que despliega igualmente en el segundo capítulo de esta parte dedicado a Normandía en la Segunda Guerra Mundial.
Coincido con el prologuista en que quizá la parte más personal y poética del libro sea la que sigue: ‘Ciudades de papel’, un viaje por los pueblos deshabitados: pueblos amortados, como se les llama en Aragón, cuyos cementerios, con lápidas levantadas y devoradas por las hierbas, recorre el viajero sin alardes románticos, metaforizando el abandono del medio rural, cuyo reverso literario analiza a través de las obras de coetáneos como Julio Llamazares, Jesús Moncada o José Giménez Corbatón, en cuyas novelas y cuentos se refleja magistralmente el fenómeno de la despoblación del mundo rural de los montes de León, el PirineoMequinenza o el Maestrazgo.
Sigue el andar de Ramón Acín por los lugares de Aragón vinculados a Goya, itinerario que me resulta especialmente atractivo por lo inagotable del personaje y por la metaforización del paisaje que obra el escritor, descubriendo al pintor en enclaves deshabitados, en lugares por los que a nadie se le ocurriría pasar de los alrededores de Zaragoza, de la propia Zaragoza o del camino hacia Madrid. La voz de Acín logra singularizar esos lugares y dotarlos de un atractivo ignoto.
No podía faltar, como colofón a este andar que no cesa, la comarca del Somontano que tanto ama y tan bien conoce el autor. El recorrido geográfico, humano y literario por lugares como Barbastro y Alquézar destila tanta pasión como el de las rutas goyescas. Hasta tal punto que, contrariando a Julio Llamazares, antes que seguir leyendo, uno termina por desear los inconvenientes del viaje real y partir rumbo al Somontano, a Monrepós, a Fuendetodos y a tantos otros lugares siguiendo los pasos de Ramón Acín.

Un andar que no cesa’. Ramón Acín. Prólogo de Julio Llamazares. Fórcola ediciones. Madrid, 2020. 307 páginas.
*Ricardo Lladosa es crítico literario y escritor. Ha publicado ‘Madagascar’ y ‘Un amor de Redon